Los estudios sobre la universidad han
constatado, en la última década, el avance, sin duda, respecto al mejoramiento
de sus funciones sustantivas a partir, muchas de las veces sin debate, de las
políticas públicas que los gobiernos en turno han establecido en sus planes nacionales de
desarrollo, medido a partir de cumplir con los estándares e indicadores,
estemos o no de acuerdo en los enfoques o los métodos para su valoración.
Asimismo, se ha constatado de manera irrefutable, la relación directa entre las
directrices dictadas por los organismos supranacionales como la OCDE, con
respecto a los objetivos y metas que deben seguir los países emergentes, como
México, en su cruzada, para llevar a sus ciudadanos a mejores condiciones de
vida. Para ello, se establecen como ejes estructurales, entre otros, la mejora de la calidad de la
educación. Ahí se ubica el primer
referente para el debate: nos hemos avocado al mejoramiento integral de nuestros sistemas educativos, aunque en la
realidad, poco o nada se sabe para qué modelo de País.
Aquí inicia uno de los primeros retos y
problemas para las universidades e instituciones de educación superior.
Por otra parte, en los últimos 10 años, podemos
identificar en las políticas públicas, como en el caso mexicano, que se refieren y tienen la intención de resolver
los problemas estructurales como; abatir los índices de pobreza, crear nuevos
empleos permanentes y bien remunerados, incrementar la escolaridad de la
población, trabajar el desarrollo del sistema educativo en el marco de preocupaciones
tales como la cobertura, equidad, calidad e infraestructura. El acceso
universal de la población a los servicios de salud, la atención a los altos
índices de criminalidad en el país, en
suma, se pretende la normalidad constitucional para la población en general.
Pareciera que este discurso es políticamente correcto e irrenunciable en la búsqueda del valor central
de cualquier ciudadano: tener las condiciones fundamentales y suficientes que
un Estado moderno le puede ofrecer a sus ciudadanos. Nadie, estamos ciertos, negaría que estos
conceptos estelares, forman parte de cualquier documento constitucional, y que se expresan, en
específico, en sus leyes secundarias.
La pregunta central es: ¿Cuál es el papel de
las universidades e instituciones de educación superior, si se reconoce y asume
que en dichas entidades, son los espacios posibles y privilegiados para el
debate de los grandes problemas nacionales y estructurales, la problematización del mundo de la ideas, en
síntesis, de las grandes líneas de pensamiento, así como para generar conocimiento nuevo en
todos los ámbitos científicos y profesionales? y ¿porqué esta pregunta? Nada más y nada menos, por la
esencia, significado y trascendencia de ser universidad.
En ese marco, ¿la universidad debe vincular de manera real y efectiva la
formación profesional, la investigación y el posgrado, la extensión y
vinculación a los problemas estructurales de cada país en la lógica de anticiparse
y formar un nuevo tejido social y de
universitarios para el cambio estructural?
Si bien las posibles respuestas cerrarían tal vez el debate con un sí, valdría entonces, generar nuevos argumentos sobre el tema, toda vez que las evidencias empíricas apuntan a que no necesariamente las universidades e instituciones de educación superior presentan en su agenda institucional líneas explícitas para coadyuvar en la generación de respuestas a las diversas problemáticas estructurales que tiene la sociedad civil. Sus esfuerzos se materializan en buscar su viabilidad interna, en el privilegio de la docencia, de la formación profesional y responder, en paralelo, a las políticas externas dictadas por los gobiernos en turno, más en la búsqueda de recursos económicos complementarios y extraordinarios para continuar con sus compromisos históricos, que le dan pertinencia.
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